Otelo y las misas de San Vicente
Ricardo García Moya
En 1991, el hispanista Michael McGaha daba a conocer sus investigaciones sobre el criptojudío Antonio Enríquez Gómez, autor en 1661 de Las misas de San Vicente Ferrer; obra que rompía moldes y que se distanciaba de las comedias místicas. El escocés la considera una de las comedias más originales del Siglo de Oro. Del análisis de McGaha surgió Otelo y Las misas de San Vicente Ferrer (Ed. Támesis, 1993). En este ensayo destaca la similitud entre el shakespeariano Otelo y el moro Muley, protagonista de Las misas de San Vicente; ambos viven azarosamente y encuentran fatal destino al enamorarse de una mujer blanca. Dada la popularidad del drama de Shakespeare, glosaremos el de Enríquez: el moro Muley, tras sufrir mil penalidades, es salvado de la muerte por Don Bartolomé de Aguilar, personaje de un humanismo antirracista opuesto al oscurantismo simbolizado por su criado Soleta. Ya en España, Muley se enamora de Francisca, mujer de Don Bartolomé, logrando con engaños sus bajos deseos. Enloquecida por el deshonroso embarazo la dama se suicida tras asesinar a Muley.
McGaha desvela segundas lecturas y destaca que seis meses después de firmar el manuscrito de Las misas de San Vicente, Antonio Enríquez Gómez fue detenido por la Inquisición de Sevilla, falleciendo en la cárcel. Los misterios que envuelven al barroco Enríquez, oculto tras la firma de Fernando de Zárate, generan dudas a McGaha: ¿Pudo considerarse su obra como subversiva y atraer la atención sobre el dramaturgo que escribía bajo el nombre de Fernando de Zárate?. El ensayo finaliza con este halago al dramaturgo: Escribir Las misas de San Vicente Ferrer fue un acto de valentía insólita en aquella época en que la mayoría de los escritores españoles mantenían un silencio absoluto frente a la tiranía racial y religiosa.
La exposición de McGaha es rigurosa en apariencia, aunque omite la topografía urbana del argumento. Extrañado, al consultar el manuscrito autógrafo del XVII, en el primer folio, leo: En este jardín de flores de Valencia. Y compruebo que Don Bartolomé de Aguilar era valenciano, igual que su esposa Francisca Ferrer, hermana de S. Vicent Ferrer (equiparable, según McGaha, a la Desdémona de Otelo). En el texto hay referencias a Morvedre (f. 25); y el lugar donde culmina el drama es en Valencia ¿por qué lo silenció McGaha?
El hispanista ocultó la valencianía del argumento y cometió una incorrección similar a la de Enríquez Gómez; que no utilizó el seudónimo de Fernando de Zárate para huir de la Inquisición, sino para ocultar el robo intelectual de Las misas de San Vicente Ferrer, cuyo autor era el valenciano Francisco Redón. En 1634 -veintisiete años antes de que Gómez o Zárate firmara su alegato antirracista- Redón publicaba en Madrid Las misas de San Vicente Ferrer dedicadas a Francisco García, benemérito Jurado de Valencia. Este drama novelado de 248 páginas fue expoliado por Enríquez o Zárate hasta reducirlo a las 32 de los ejemplares de Sevilla y Salamanca, plagiando argumento y nombre de los protagonistas: Francisca Ferrer, Bartolomé de Aguilar, el criado Soleta, etc.
McGaha omitió el lugar de los hechos, pese a estar especificado en el original de Redón y la copia de Enríquez o Zárate. Don Bartolomé dice: Yo soy de España, natural de un ciudad cabeza de uno de los Reynos della (sic), a quien llaman Valencia (f.7), y cuando Francisca ingresa en el convento: entró en San Julián en el arrabal que llaman hoy Calle de Murviedro entonces conocido como arrabal de San Guillén (f.77). Si McGaha hubiera seguido la pista valenciana, sabría que Redón atribuyó origen cristiano de Etiopía al negro moro por las sonadas visitas que los frailes etíopes realizaban a la ciudad del Turia en el 1600. Los valencianos asistían a las misas celebradas por los etíopes en el convento de Predicadores, aunque sólo entendían Iesus Christo, María, Amén( Urreta: H.Ecles. Valencia 1610, p.606). Sin miedo a la Inquisición, en 1698, se reeditaba en Valencia Las misas de San Vicente. Ya no vivía Redón, pero el impresor Bordazar no fue molestado por el Santo Oficio.
La gloria literaria del prolífico Antonio Enríquez Gómez (1600-1662), creador de la Vida de D. Gregorio Guadaña (a.1644) no necesita apropiarse de la novela valenciana de Redón. Su condición de criptojudío ha disparado el interés hacia su obra en el Estado de Israel y su poderosa maquinaria cultural. Pero McGaha opina lo contrario, sustrae la propiedad a Redón y oculta referencias a los valencianos, divulgando confusión por las universidades europeas, canadienses y norteamericanas. Es curioso, pero todos huyen de usar el gentilicio al glosar a nuestros literatos. Entre los miles de libros catalanes que la Generalitat compra para los centros de enseñanza está Valéncias (Ed. Eliseu Climent) del nosferatu Pere Gimferrer. Pese al titulo y pese a que trata sobre el Tirant lo Blanch, el catalán juega con los conceptos tan hábilmente que jamás menciona Valencia, Gandía o los valencianos.
MgGaha silencia las múltiples vinculaciones con el Reino: valenciano mercader (f.7), las costas de Valencia, vuelvo a Valencia, mi Patria(f.14). Incluso omite aludir al jardín de naranjos donde culmina la tragedia: el enamorado negro introducido en el jardín, que por extremo los tiene Valencia, de quien las mujeres son tan aficionadas (f.45). Y la presencia de S. Vicent Ferrer, en contra de lo dicho por McGaha, es decisiva en el complejo drama. Más que alegato antirracista, la obra preconiza la literatura popular hagiográfica del XlX, los Milacres de Sent Vicent.
Tenemos que sonreir ante el saqueo. Escarbando en el detritus encontramos que la Editorial Támesis está relacionada con la generosa Alfons el Magnánim, institución dedicada con finura a castellanizar y catalanizar la sociedad valenciana. En publicaciones como Teatro y prácticas escénicas (Ed. Támesis, Inst. Alfons el Magnánim), culebrean traviesos los reyes del mambo: Evangelina Rodríguez adorando a Fuster y clavando lo de País Valencia, aunque la documentación diga Reino; el doctor Taranyines y los Oleza, Sirera, Canet Valls, etc. Es evidente que atribuir una de las obras más originales del Siglo de Oro (McGaha dixit) al valenciano Redón irritaría culebras. De este modo, en las universidades donde está distribuido el libro, Enríquez Gómez será el autor de Las misas de San Vicente Ferrer, y nadie sabrá que es una joya de la cultura valenciana. Sobra Eliseu Climent para destruirnos.
Diario de Valencia 15 de abril de 2001